Cuando
viajamos por carretera desde Corcoya a Alameda,
antes de llegar a este laborioso pueblo, topamos a la derecha con el
camino que utilizaban las galeras y diligencias que unían Granada y Sevilla. Si lo seguimos unas decenas de metros
veremos una cruz justo en el ángulo que
forma nuestra vía con otra que sale a su derecha, que es el que pasa por El
Rigüelo, Almajar, Puntal y se unía a la
anterior antes de acceder a Osuna. Esa cruz está allí perpetuando la memoria de
D. Francisco Agapito.
Era
la mañana del jueves 10
de marzo de 18 70. D. Francisco Agapito, (lameato o alamedano), de
58 años, miembro de una familia casi acomodada, conocida por Los Vitorinos, casado con D.ª María Gallardo era padre de cinco hijos. Por su delicada salud,
sólo realizaba pequeños trabajos agrícolas. Por eso, con su
escardillo y su burro, esa mañana se fue a El Calvo, olivar de su propiedad
situado entre los dos caminos que se han
referido, a media legua del pueblo. Serían las diez cuando se le acercaron dos
hombres a caballo y, amenazándolo para que obedeciera y no gritara, le taparon
los ojos con una venda, le pusieron en
lo oídos tapones de yesca y, enfundado en una capa, lo montaron en el caballo de El Alberto que
era un ex presidiario escapado de la cárcel llamado Antonio Romero Pozo,
natural de Antequera. El otro se llamaba José Carrascoso Gamboa, y le
decían El Maruso, A través de los olivares, para no ser vistos,
pasaron por los cortijos Los Jarales, Caserío Viejo, Santa Rita, Jarilla y
llegaron a El Rigüelo, o Vado Febrero, que así también se llamaba. Aquí los
sorprendió la Guardia
Civil y se cruzaron varios disparos, pero lograron huir y
esconderse. Ya anochecido se acercaron a la huerta del Tío Martín, su destino, junto
a la Fuente Arriba Esperaron ocultos el momento de acceder.
Entonces fue cuando don Agapito oyó dos ruidos que no supo identificar: el del
tren y las sonajas del molino de la Pasadilla.
Amparados
por las sombras de la noche, llegaron a la casa y allí los esperaba el Tío
Martín, que estaba avisado. Nada más descabalgar, el viejo hortelano lo introdujo en una cueva cuya entrada estaba
camuflada con ramas, le pusieron una traba de hierro en los pies y, sin darle de
comer, lo dejaron allí toda la noche. Los tres se fueron a la cocina a cenar y
a comentar las incidencias. Acordaron que el día siguiente se reunirían con el
resto de la banda para fijar el la cuantía del rescate.
Por
la mañana, el Tío Martín bajó a la cueva y le llevó pan y habas verdes para que
desayunara. Lo mismo hizo por la tarde y, llegada la noche, los tres se
juntaron con sus compañeros Gagarrache y
el hijo del viejo, José Baena, El Bellotita y fijaron dicho rescate en ocho mil
duros, unos 240 €, un capital para aquel tiempo. Prepararon avíos para escribir
y una tabla para que sirviera de mesa, y a la luz de un farolillo, el hortelano
y El Alberto bajaron a la cueva y
obligaron a D. Francisco a que escribiera lo que le dictaban. La manera de entregar
el dinero era curiosa. El día 25 tenía que salir una persona de confianza de Alameda, en un mulo negro, con una cencerrilla, descalzo de un pie y con el zapato en la mano. Iría
a Martín de la Jara siguiendo determinado
camino y se alojaría en la posada. La carta escrita por el secuestrado la
pusieron, para despistar, en la oficina de Correos de Campillos, como consta en
el matasellos
Doña
María recibió la carta con la alegría de
saber de su marido y con la pena de no tener el dinero necesario para
rescatarlo ni aún vendiendo su hacienda. Comisionó a su sobrino, José Melero,
que salió el día señalado y por el camino indicado, llevando otra carta
pidiendo clemencia. La entrevista fue borrascosa, violenta, y los
secuestradores se avinieron a rebajar la cantidad que pedían a treinta mil
reales, unos 45 €, mandando otra carta a la apenada D.ª María.
Mientras,
el trato al cautivo era cruel. Baste una muestra: Un día el Tío Martín creyó
ver removidas las ramas que ocultaban la entrada de la cueva e interpretó que
había intentado escaparse. Y para que no
pudiera arañar, le colocó un “guante” es decir una astilla de jara en
cada dedo entre la uña y la carne.
Familia
y bandidos prosiguieron el contacto epistolar y, aunque no se consiguió rebajar
más la cantidad, se fueron realizando pequeñas entregas. La última entrevista
tuvo lugar a las 9 de la noche del día
19 de abril en las gradas de la catedral
de Sevilla. Allí llegó el bueno de Melero con las monedas de oro en
una bolsa. A una señal convenida, él y El Alberto entraron en una covachuela y
éste recibió el dinero. Le mandó recado a
doña María de que al amanecer del
día 21 aparecería D. Francisco Agapito en la posada de la plaza de
Archidona, que lo podían esperar pero con el natural sigilo. Allí fue la
confiada familia, ¡¡pero el cautivo no apareció!!
Había
ocurrido un incidente desgraciado. Nada más salir del tugurio El Alberto, se
produjo una pelea y lo culparon. Lo encarcelaron, hasta que a los tres días
quedó demostrado que no participó en la misma y lo pusieron en libertad.
Llegado
a la huerta, esperó que anocheciera para liberar a D. Francisco. Y para que sus
ojos se acostumbraran a la luz y sus oídos al sonido, le quitó las vendas y las
yescas y lo llevó a la cocina donde María Torres, la mujer del Tío Martín, le preparó una buena cena.
Estando en ella, llega el viejo hortelano entrando en cólera porque pensó que al ser vistos por la víctima, podían ser
descubiertos. Discutió con el Alberto y llegaron a las manos. El Tío Martín
ahogó entre sus brazos a D. Francisco, y José, El Bellotita, su hijo, apuñaló
por la espalda al bandido dejándolo sin vida. En un momento dos cadáveres
yacían en la cocina. Entre el padre y el hijo los llevaron a la huerta,
hicieron una fosa bajo un peral y los sepultaron. Ellos cenaron y se acostaron
tranquilamente.
El
Tío Martín huyó de Casariche porque se veía perseguido. Un día fue acusado de
un robo de ganado en Antequera, que no cometió y dijo a la
Guardia Civil que él conocía el final de D. Francisco
Agapito porque El Alberto, un bandido, se lo había explicado antes de huir.
Pretendía granjearse la amistad de la Benemérita pensando y temiendo que si lo descubrían, podía conseguir que su
condena fuera más benévola. Y la Guardia Civil , que ya estaba
informada, lo trajo a la huerta y le mandó desenterrar a los cadáveres. Tras
las autopsias fueron enterrados en nuestro cementerio. Era el 17 de julio de 1
870. Casariche preparaba su feria de ganados. El Tío Martín, y su esposa, fueron
encarcelados en Estepa. Once días después lo trajeron a la huerta para que
declarara sobre el terreno y, cuando regresaba escoltado, sus compañeros de secuestros
intentaron liberarlo al pasar cerca de
El Almajar; intentó escaparse y,
aplicándole la Ley de Fugas, lo abatieron de un disparo.
Si
vas por Alameda, lector amigo, desvíate
por el camino que entonces utilizaban las galeras y diligencias que circulaban
entre Granada y Sevilla. Verás la fría
piedra que forma una cruz decimonónica. Indica
el lugar del secuestro en la
finca El Calvo, hoy llamada de los Vitorinos. Su lacónica inscripción nos
recuerda esta triste historia. Dice así:
“ D.O.M. El 10 de marzo de 1870 fue secuestrado D. Francisco A. Delgado Giménez.
El 16 de julio su cuerpo sepulto se
encontró inmediato a Casariche. La muerte fue violenta. R.I.P.”
José
Herrera.